3.20.2017

RUINAS DE DIOS


Soñabas sueños de niño que se durmiera oliendo leche después de llorar a gritos. Eras joven y fuerte. Eras injusto. Comías flores, nadabas, cazabas y matabas ciervos. Quebrabas astillas entre tus dientes y de tus labios salían colores sangrientos. Girabas un cuerpo desnudo y le anudabas la cintura, los brazos y las piernas con un trazo de sangre.
Creciste. Tus manos poderosas se tensaban sosteniendo el hacha. Golpeabas con la urgencia, el impulso, la salvaje necesidad de golpear. Las venas de los brazos crecían desmesuradas con la exigencia. Escupías frases de pedernal, oscuras piedras, bebías y reías, avergonzando a los débiles. Todos te creían inmortal.
Fue entonces cuando la vejez te sorprendió y no supiste dar vuelta el rostro para detenerla.
Quedaste arrumbado en la selva, agrietado y roto, atrapado por las plantas rastreras. Las gotas de lluvia ahora corren por tu frente, los animales hacen cuevas a tus pies, las aves se posan en la meseta de tu cabeza y clavan sus uñas en tu sien mientras auscultan con la vista y el oído el ramaje. Olvidado, como un dios bárbaro, roca en el paisaje.
En el fondo de tu mirada hubo furia, en tu boca truenos y risa insultante. Toda tu rabia se humedece y se desmorona ahora en mis manos. Desmenuzo la tierra con el calor de mi piel, con los dedos y la planta del pie. Un aire denso de verano tira de mi camisa y me retiene en el sendero. Apoyo la cabeza en el suelo tratando de escuchar algún latido. Te espío como si sólo te hubieras recostado a dormir. Ya no se oye el correr de tu sangre, sólo los crujidos caprichosos de raíces retorcidas que no paran de crecer creando trampas, innumerables ventanas ciegas.
Aparto enredaderas, trepo, tanteo, espero y, al mover las hojas buscando tu rostro, descubro que de la roca mana agua: incolora, inodora, insípida, -cuando ya ni siquiera siento sed-.

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